Es cierto que la administración debe articular servicios y equipamientos para cubrir determinadas deficiencias que el ciudadano descuida u omite cuando dependen de su propia iniciativa. Pero también es cierto que se desentiende del debido cumplimiento de estos servicios, por su parte, generando vicios y carencias que desvirtúan o condicionan la calidad del servicio y el debido respeto que debe prevalecer en toda relación comercial entre todas las partes, llegando, en algunos casos, a condicionarlos a la aplicación de un nivel de prepotencia que dependerá del grado de sumisión que muestre el cliente, llegando, en muchos casos, a omitir deberes, extorsionar, prevaricar e incluso a amenazar con actitudes que supera la grosería y alcanza la vejación, llegando a usar su posición de respaldo corporativo, por la administración, para prostituir el intercambio, responsable y justo entre cliente y proveedor -hasta ejercer de juez y verdugo- usando la obligatoriedad como instrumento de represalia o venganza, como castigo por la osadía de reclamar lo que el cliente considera su derecho, incluso cuando el derecho y la razón lo asiste de forma clara y evidente.
Esto es una práctica habitual y asumida por la administración en general desde la mentalidad de que cuando alguien se atreve a reclamar o comete un error o infracción, está justificado agredir dispensando un trato humillante al infractor, como “guarnición” de cosecha propia a la correspondiente sanción. Sobre las quejas o reclamaciones al respecto son habituales la aplicación de represalias, con instrumentos legales con los que la administración se arma para silenciar a los más “rebeldes”, como la deslocalización de la prestación de servicios, con excusas infantiles o cambios de normas de su propio régimen interno, que les dificulte el cumplimiento de la, ya de por sí, difícil o desagradable, relación con la misma.
Si resulta frustrante recibir este trato, lo peor y más ingrato de todo esto es tomar conciencia, por sufrirlo en propia piel, del hecho constatable de que su existencia es real. De que, lejos de ser algo puntual o accidental, ocurre y seguirá ocurriendo como práctica cotidiana, en la desazón y la impotencia ante la evidencia de que los tentáculos terminales, donde se concreta el nexo del ciudadano con la administración, es el exacto punto donde se diluyen los derechos individuales del mismo, con atronadoras frases como: “Paga y luego reclamas” o “Si denuncias, habrá mucho más”.
Siempre he supuesto que los responsables de la administración desconocen estas prácticas y podrían remover puestos, reeducando al personal, frente a los que piensan que este es seleccionado y aleccionado para que precisamente sean y actúen de semejante forma. Son muchos años y muchos gobiernos con la misma actitud y modos, tanto en antiguos como en nuevos “fichajes”. Desde el policía hasta la ventanilla.
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