No hace mucho leí al Sr. Franky en VOTO EN BLANCO, algo así: “No hay nadie que merezca sufrir a los políticos que tenemos hoy en España”.
Coincido. Nadie que paga políticos merece esta morralla. Creo que es demasiado castigo para una culpa cuyo origen es la ignorancia, el interés ruín o mezquino, o el simple pasotismo que nos lleve al engaño y a la estafa de unos trileros profesionales y bien pertrechados, como ocupas del Estado. Sin olvidar que los que más sufren sus dramáticas acciones y omisiones, son precisamente los que las perciben y toman conciencia de toda su premeditada y alevosa maldad, cuya denuncia persevera con gritos al silencio de la sumisión de los que les procuran coartadas y un incuestionable soporte, legitimación y amparo, siendo los que menos se percatan de su patética condición de víctimas.
Se puede merecer las pérdidas sufridas en una estafa como la del ‘timo de la estampita’. Pero no una estafa abiertamente impuesta a perpetuidad, a toda la ciudadanía, apoyándose en una suma de minorías seleccionadas y aleccionadas para ejercer de víctimas adoctrinadas, muchos ajenos a su condición de útiles.
Sencillamente tenemos un sistema adaptado al interés de unos pocos, basado en la ignorancia de muchos, la cobardía y sumisión de bastantes y en la impotencia del resto. Un sistema donde no hay más libertad y opción que el movimiento justo para la supervivencia de hoy a cambio de asegurar el hambre de mañana. Donde las miserias humanas no son simples defectos sino las únicas herramientas permitidas para pernoctar en la fría y eterna noche del presente que niega absolutamente cualquier esperanza de luz al futuro, obligando a mendigar un hoy que niega un mañana, pero al precio de toda una eternidad.
No. Nadie puede merecer, ni desearle a nadie, unos políticos de esta calaña, patrocinados y promocionados por las mafias que los utilizan de testaferros y capataces, que garanticen las condiciones “legales” para la explotación y esquilmo de toda una Nación de ciudadanos sometidos y uncidos al yugo de la degradación mas baja y despreciable, mediante la jerarquización enfrentada de sus propias miserias, desde la ignorancia más zafia y chabacana, hasta el terrorismo más asesino y deleznable, teniendo especial cuidado de no entorpecer los chorros de riqueza que entran en sus alforjas, y de impedir que abunden motines o rebeldías como las de Villaconejos o Fago, ni expresiones salidas del subconsciente más sincero, como las del edil de Alhaurín el Grande, cuestionando el Estado de Derecho, a día de hoy sólo posibles en pequeños colectivos por la difícil subdivisión de sus diferentes debilidades, para elevarlas, de forma truculenta, a categorías de vital sustento del orgullo visceral, que los divida, enfrente e impida la racionalidad que lleve a aunarlos en objetivos comunes, contra la tiranía.
“Sin lucha no hay victorias”
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